50 años de '2001: Una Odisea del Espacio' y sigue siendo vanguardia
12 de abril de 2018
Se cumplen 50 años del peldaño más alto que puso el cine en toda su historia: 2001, Una Odisea del Espacio, la obra cumbre que Stanley Kubrick realizó en 1968 y que a pesar de pertenecer a un género como la ciencia ficción, hasta entonces considerado de serie B, ha acabado representando, posiblemente, el discurso sobre el ser humano y el universo más críptico y fascinante visto nunca en una película. Y es que 2001, de serie B tiene poco, si nos atenemos al resultado final y sobretodo al increíble proceso de producción que llevó consigo, con uno de los presupuestos más altos, hasta entonces, de la historia del cine, unos 12 millones de dólares que hoy en día no sirven ni para que Harrison Ford se vuelva a encasquetar el sombrero de Indiana Jones con 75 años de solera. Pero por aquel entonces, elaborar un proyecto cinematográfico de esta envergadura, sin efectos digitales como los de ahora, y más viniendo de la mente de un visionario, perfeccionista obsesivo, como lo fue Stanley Kubrick, no podía suponer, en absoluto, un caminito de rosas para ningún estudio cinematográfico de la época, por mucho que este fuera la Metro-Goldwyn-Mayer.
A pesar de que más de un crítico cinematográfico de la época se arrancó los pelos durante su visionado, 2001 tuvo una increíble trayectoria en la taquilla, recaudando unos, nada despreciables, 268 millones de dólares. Vamos, que si haces una película con 12 millones y recaudas 268 ya te puedes ir contento a la cama después de un día completito… No obstante, a mi siempre me quedará la duda de como tuvo que ser la experiencia en el cine para la gran mayoría de espectadores en 1968, porque a pesar de que la carrera espacial estaba en su punto álgido (apenas un año después del estreno el hombre pisaría por primera vez la Luna), dudo bastante que la sociedad de aquella época estuviera preparada para digerir una película con un lenguaje cinematográfico tan abstracto, lento e indescifrable (aun hoy en día aun surgen teorías) por mucho que fliparan con la elipsis más famosa y simbólica del séptimo arte (con permiso de la de Lawrence de Arabia) en la que un hueso lanzado al aire por un primate prehistórico cabreado da paso, con un simple corte de plano a secas, a una nave espacial alrededor de la Tierra, miles y miles de años después.
Siempre he considerado Blade Runner (la otra gran maravilla del género) como la película que me convirtió en un cinéfilo empedernido, pero podría haber sido perfectamente 2001, pero por un simple cambio de orden en los factores fue Blade Runner la primera de estas dos que vi, allá por el año 1986, al poco de que el vídeo VHS entrara en mi casa por la puerta grande, y toda la familia, con mi madre a la cabeza, nos convirtiéramos en drogadictos de videoclub. Porque así me enamoré del cine con 12 años, a través del vídeo, muchas veces con su formato cinematográfico original capado al 4:3 de aquellos televisores (por suerte no fue así con 2001, aunque si con Blade Runner por desgracia). Y no es que hasta entonces no hubiera pisado un cine, ya que por suerte aun pude disfrutar en mi propio pueblo de las sesiones dobles (Regreso al futuro y una de Bud Spencer y Terence Hill por ejemplo) de la última sala que quedó antes de que se la zampara un Mercadona, sino porque películas como estas, estrenadas en años anteriores, solo eran accesibles a través del videoclub o en la filmoteca, espacio este que para un crío de 12 años, lógicamente, todavía resultaba algo bastante ajeno. Por suerte, con el tiempo, cuando descubrí esas filmotecas pude redescubrir en el cine, con todo su esplendor, algunas de estas películas que me cautivaron en mi niñez, y disfrutarlas, babeando como si fuera la primera vez. Babeé con Blade Runner, babeé con 2001, babeé con Paris Texas, babeé con Apocalypse Now, babeé…
Aquella educación cinematográfica en familia fue perfecta pera no cerrarse a ningún género. Devorábamos videoclubs enteros (hasta 7 llegaron a haber en mi pueblo y cada vez que nos veían entrar nos hacían la ola). Cada semana caían todo tipo de películas, las de miedo, ciencia ficción y policíacas para mi madre, y las de risa para mi padre (gloriosas noches de comedia las que teníamos con Gene Wilder, Richard Pryor, John Candy o Steve Martin). Y así fue como un día le tocó el turno a 2001: Una Odisea del Espacio, que mis padres tampoco habían visto hasta entonces, y allí estaba yo, con los ojos como platos, pegado a la pantalla mientras una nave bailaba con una estación espacial al son del vals El Danubio Azul de Johann Strauss y con los ronquidos de mi padre, que había perdido ya el conocimiento mucho antes de la famosa escena de la elipsis…
Desde entonces hasta ahora no sabría decir cuantas veces la he visto y aun así me sigue fascinando. 2001 sigue siendo, tras 50 años, una película de vanguardia, con un diseño de producción y unos efectos especiales revolucionarios para la época que no solo fueron la antesala de películas como Alien, el Octavo Pasajero o la primera trilogía de La Guerra de las Galaxias, sino que, a día de hoy, siguen superando en realismo, rigor científico y espectacularidad comedida a gran parte del cine contemporáneo de hoy en día plagado de tantos efectos digitales (¡la madre que parió a Marvel!), como para quedarte como Malcolm McDowell en La Naranja Mecánica. De hecho, de lo que he visto recientemente solo hay dos películas que en concepción y planteamiento a la hora de plasmar una historia sobre la Humanidad y su relación con el Universo desconocido a través de la ciencia ficción se acercan a la complejidad y mensaje de 2001, Interestellar de Christopher Nolan y la inconmensurable La Llegada (Arrival) de Denis Villeneuve.
2001 Una Odisea del Espacio empieza ya sorprendiendo desde el minuto 1, con un espectacular amanecer en un planeta Tierra prehistórico (El amanecer del hombre), expuesto con una sucesión de planos con paisajes espectaculares, sin ningún tipo de música, hasta mostrarnos a los primeros hombres-primates con un realismo para la época que ni el King Kong de Peter Jackson. Reconozco que aquella primera vez en casa surgieron dudas sobre si nos habían metido en la funda El Planeta de los Simios (también de 1968), pero llegado el momento en el que por primera vez aparece el famoso monolito, con el desconcertante réquiem de György Ligeti de fondo, y ves a los primates desquiciados ante tal presencia, es entonces, y solo entonces, cuando te das cuenta de que estás ante algo para lo que quizás no estés preparado. Y si tras eso, uno de los primates empieza a repartir mamporros con un hueso mientras suena por primera vez el Así habló Zarathustra de Richard Strauss, saltas de la silla hecho un gorila y te abalanzas contra la pantalla buscando tu 'metadona'... Porque a partir de ahí todo lo que viene es puramente adictivo.
Tras 15 minutos de proyección llega la famosa elipsis y saltas miles de años de evolución hasta la icónica escena del transbordador sincronizándose con la estación espacial al ritmo del vals El Danubio Azul de Johann Strauss. Y es que 2001 no hubiera sido lo mismo sin la selección de música que Stanley Kubrick impuso tras cargarse la banda sonora que ya había compuesto Alex North, banda sonora que, por cierto, he podido escuchar en Spotify y que, sin duda, a pesar de la calidad, hubiera dejado a 2001 unos cuantos peldaños por debajo. Y es que, a excepción del vals El Danubio Azul, el resto de piezas musicales, como el adagio de Aram Khachaturian con el que abre Misión a Júpiter o la música de Ligeti en las apariciones del monolito o en el viaje a través de la puerta estelar, son de todo, menos sosegadoras, acentuando todavía más la sensación de estar ante un auténtico jeroglífico audiovisual, que más allá de frustrarte por la incomprensión de algunos pasajes, te absorbe hasta tal punto que cada silencio de la película (que los hay casi a partes iguales como momentos con música), cada movimiento eterno de algunas secuencias (las escenas con la cápsula alrededor de la Discovery o la desactivación del computador HAL) o los 10 minutos de viaje lisérgico a través de la puerta estelar que Douglas Trumbull dejó para la posteridad, se te quedan cortos en medio de un estado casi catatónico.
Para un fotógrafo como yo, 2001 tiene un valor añadido, si es que se le puede añadir más, y es que cada plano está cuidado milimétricamente como si fueran auténticas fotografías panorámicas en movimiento, y es precisamente ese ritmo lento de cada secuencia el que te permite deleitarte con cada detalle de lo que estás viendo en pantalla. Si los efectos especiales, dirigidos por el mismo Kubrick (a excepción de la secuencia de la puerta estelar de Trumbull) continúan sin envejecer hoy en día, el trabajo de dirección de fotografía de Geoffrey Unsworth y John Alcott es de una perfección apabullante y totalmente fuera de su tiempo. Si a eso le sumamos el realismo futurista que Harry Lange creó para el diseño de producción de la película, nos encontramos con una sucesión de fotogramas que, si pudieras escoger uno de cada secuencia y compararlos con otros fotogramas de películas de ciencia ficción actuales, no encontrarías diferencias que justifiquen los 50 años de por medio entre unas imágenes y otras. Mención especial para la fotografía e iluminación de la secuencia final.
La ciencia ficción que me gusta, género por el que siento especial predilección, no es la que se basa únicamente en la espectacularidad y la acción de sus imágenes. Si, reconozco que me vuelvo niño viendo Star Wars y que soy muy fan de la revitalización que J.J. Abrams le ha dado a esta saga y a la de Star Trek, a pesar de que tras cierto pretexto filosófico con eso de 'la fuerza' o con la exploración de ‘la última frontera’ no hay más que pura pirotecnia (¡que el cine también es eso!). Pero hay una ciencia ficción primigenia, que tiene su sentido a la hora de cuestionar y exponer aspectos indisociables de la condición humana y del hecho de ser simples miguitas de corta duración en la inmensidad de un TODO infinito tan acojonante y desconocido como es el Universo. Cuestiones como quiénes o qué somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos y cuánto vamos a durar en el trayecto, son incógnitas que en el género de la ciencia ficción han encontrado siempre un medio para poder llegar a aquellos que, como yo, pensamos que como Humanidad nos hemos quedado un poco cortos, a pesar de los avances tecnológicos, si nos atenemos a todo a lo que podíamos (y podemos) aspirar y al conformismo intelectual, en cambio, en el que nos hemos instalado. Todas esas cuestiones están latentes en las obras literarias de grandes escritores de la ciencia ficción como Isaac Asimov, Philip K. Dick, Stanislaw Lem, Ray Bradbury o Arthur C. Clake, autor este último de El Centinela, obra en la que se basa 2001 y coautor junto a Kubrick del guion de la película.
2001 no es una película fácil de digerir para todo el público. Para ello hay que hacer un esfuerzo y romper el limen cerebral que nos bloquea el acceso al intelecto y dejarse llevar por una experiencia cinematográfica única, con un ritmo narrativo nada ortodoxo y un mensaje final, si así se puede decir, totalmente abierto a la interpretación que cada uno quiera darle, aunque yo os aseguro que no hace falta irse por los cerros de Úbeda. Obsesionarse con entender la película de cabo a rabo es tan insulso como el amor sin sexo o el sexo sin deseo. Hay que dejarse llevar, hay que disfrutarla paso a paso, porque al final si tiene un sentido… tus sentidos. Yo se lo encuentro cada vez que la revisito y me paso por el forro todas las teorías que hay por Internet sobre su supuesto significado. Para mí la experiencia va mucho más allá. La abstracción y la complejidad no son aspectos exclusivos de otras disciplinas artísticas como la pintura o la escultura, a las que parece ser, solemos tolerar mejor por esos lares. Hace poco vi la tercera temporada de Twin Peaks, y no entendí una mierda, pero la experiencia audiovisual y las sensaciones que viví con el visionado de algunos capítulos, como por ejemplo el aclamado episodio 8, las he experimentado pocas veces con otras producciones más ‘normales’ y al final llegas a darle a todo un conjunto tu propia conclusión. 2001 no llega a ese nivel de surrealismo a lo David Lynch, porque, por suerte, Stanley Kubrick no es David Lynch, pero si es verdad que en una sociedad que cada vez se basa más en el consumo rápido y en el ‘a mi no me calientes la bola’, llena de incautos capaces de entrar al cine a ver El árbol de la vida de Terrence Malick porque sale Brad Pitt, y acabar saliendo de la sala a los 10 minutos con los cubos de palomitas sin estrenar, porque no pillan ni papa en una película en la que lo de menos es pillar la papa, pues bueno, es posible que con 2001: Una Odisea del Espacio más de uno sufra una embolia mucho antes de lo que mi padre tardó en dormirse.
Para mi, 2001 supuso un antes y un después en mi relación con el cine. Blade Runner me convirtió en cinéfilo, de eso no tengo ninguna duda, pero 2001 me abrió la mente a la complejidad del relato cinematográfico que no se limita, simplemente, a entretener o contar una historia con un principio, un desarrollo y un final, y no fue un proceso instantáneo a los 12 años, sino una experiencia a lo largo de cada oportunidad que tuve de verla hasta llegar a la suficiente madurez como para dejarme llevar sin necesidad de interpretarla, tal cual me sigue pasando cada vez que la vuelvo a visionar (hace poco en el canal TCM) en la que de nuevo me vuelvo a quedar fascinado por su grandeza como obra de arte indiscutible, observando (y escuchando) cada plano, buscando siempre algo que se me haya pasado por alto en los visionados anteriores, convirtiendo cada ‘novedad’ detectada en un trofeo.