Selfies, Instagram y narcisismo solidario
03 de enero de 2018
Si tuviéramos que escoger un medio expresivo audiovisual que ha marcado el uso de las redes sociales, sin duda alguna, este sería el selfie, otro vocablo anglosajón que se ha zampado al autóctono, y que en este caso viene a redefinir una técnica plástica usada a lo largo de los siglos (pintura, escultura…) y democratizada con la aparición de la fotografía: el autoretrato.
Muchos pre-millennials como yo (carcas en autóctono, xennials en klingon) hemos reivindicado más de una vez el término 'autoretrato' ante la proliferación del selfie, posiblemente abrumados por la furia de imágenes autofoto que ha invadido las redes sociales, y sin disimular cierto cabreo ante la sensación de banalización de una técnica que, para los que nos dedicamos a esto de la imagen desde muchos años antes de la irrupción del smartphone, siempre le hemos atribuido cierto ejercicio de introspección y existencialismo, al pretender vernos incluidos en nuestra propia 'obra' o redefinidos como una proyección de nosotros mismos desde el otro lado del espejo, o simplemente, desde 'el otro lado'. No obstante, existen claras diferencias entre un autoretrato y un selfie, al menos en su concepción como técnica fotográfica. En mi caso, los autoretratos eran posibles gracias al temporizador de disparo que toda cámara fotográfica pre-millennial llevaba consigo y que te permitía escenificar tu plano en unos 10 segundos, sin obviar, por supuesto, ese irresistible objeto del deseo para el fotógrafo pre-millennial que era cualquier espejo. En el selfie, en cambio, predomina la acción de convertir al dispositivo captador de nuestra propia imagen en una prolongación de nuestro propio cuerpo, bien con el brazo extendido, o bien hasta el infinito y más allá de un palo-selfie, gracias a la inclusión en todo dispositivo móvil de aquello que los carcas llamábamos, no hace tanto, webcam (¡webcam! ¡ha dicho webcam!).
Pero el selfie no aparece por casualidad y su proliferación es la evidencia clara de que vivimos en una época obsesionada por el YO, y esta obsesión, incluso fanatización, ha encontrado su medio idóneo en las redes sociales. Podríamos decir que el narcisismo está de moda, pero sería simplificar demasiado. El narcisismo es en estos momentos un modo de vida, una concepción de la realidad que se basa en la percepción que uno tiene y sobretodo fabrica, exaltando su propia autorealidad, y que ha ido mutando en los últimos años, desde la inocencia de aquello de «¿hay alguien que salga mal en su foto de perfil de Facebook?» hasta traspasar esa cuarta pared virtual y convertirse en algo mucho más peligroso como la llegada al poder del narcisismo efermizo que representa un personaje como Donald Trump. Y ¡ojo! que no pretendo negar la existencia del narcisismo previa a la era smartphone, pero en un mundo globalizado y ultraconectado como el que vivimos en estos momentos, los dogmas de fe, las modas y las postverdades calan en los cerebros a una velocidad pasmosa y con una contundencia que resulta paradójica, teniendo en cuenta que Internet nos permite hoy en día un acceso libre a la información, venga de donde venga, y que eso debería de traducirse en una mayor capacidad de espíritu crítico, al poder analizar y observar el mundo en el que vivimos desde diferentes flancos, y el estímulo que debería producir la posibilidad ilimitada de saber, conocer, descubrir… Pero parece ser que en lugar de esto, se ha impuesto la imbecilidad a pesar de tener todas las puertas al conocimiento abiertas de par en par, algo así como aquel que le señala a otro con el dedo la luna llena, y este último se queda mirando únicamente el dedo.
Según la definición de la RAE, el narciso «es un hombre o mujer que cuida demasiado de su arreglo personal, o se precia de atractivo, como enamorado de sí mismo», pero su traslación al mundo actual, creo que va más vinculada al deseo de ser aceptado, venerado e incluso idolatrado, en un mundo en el que nos sentimos solos hasta en lo colectivo, objetivos que en las redes sociales se computan a base de likes, sean orgánicos o comprados (ver el capítulo Caída en picado de la 3ª temporada de Black Mirror) y que nos llevan a crear, de cara a la galería, una imagen propia totalmente prefabricada, perfecta e incuestionable y que va más allá de la simple exhibición del físico, mediante escenificaciones de nosotros mismos que beben directamente de la publicidad, la moda o el cine, para mostrarnos como ejemplos a seguir en cuanto a activismo, concienciación o simplemente en la mera aplicación del ideario Mr. Wonderful (la felicidad tothepower), y todo ello bien sazonado de filtros Instagram.
Y el paradigma de todo esto en las redes sociales es, precisamente, Instagram, la red que ha puesto a huevo eso de ver la vida a base de filtros, y le ha dado una nueva dimensión a la subjetividad de las imágenes, convirtiendo a los narcisos en influencers, consecuencia más que lógica en la era del YO con aspiraciones a SUPER YO. No hay más que darse un paseo por Instagram a través de hashtags como #selfie, #lifestyle, #fitness, #gym, #fashion, #health y un infinito etcétera para hacerse una idea de la dimensión del fenómeno narcisista en esta red social, con planteamientos que van desde lo más cutre, hasta escenografías tan fantásticamente elaboradas, técnica y artísticamente, que nada tienen que envidiar a la obra de fotógrafos como Gregory Crewdson o Annie Leibowitz (por favor, Gregory, Annie, no me lo tengáis en cuenta…).
Pero el narcisismo en las redes, en un intento de alejarse de esa relación con la banalidad y la superficialidad, fruto en muchos casos, de no tener más contenido que ofrecer (trabajo, aptitudes, ideas…) que la imagen iconografiada de uno mismo, ha dado algunos ejemplos de pretendida transcendencia que, como poco, han resultado curiosos o ridículos y, como mucho, han acabado transmitiendo un modo de hacer las cosas que sirven como una especie de redención a ese activismo de salón que consiste en despotricar, lanzar proclamas o vender nuestro impoluto modo de vida a través de la redes, sin mucho esfuerzo y protegidos en nuestras áreas de confort (ver la película Los sustitutos de Jonathan Mostow). A la cabeza me viene la reciente campaña publicitaria de la editorial Plaza&Janés para la última novela de Ken Follet, en la que echó mano de un puñado de influencers en Instagram, los cuáles posaban con ejemplares de Una columna de fuego, del mismo modo que podrían hacerlo para un anuncio de colonia, pero con unas impuestas poses como intelectuales, en algunos casos inverosímiles, pero, eso sí, todos y todas muy molones, y que acabó provocando risas e irritación a partes iguales, así como titulares en medios de comunicación online del tipo 'Muera el crítico, viva el influencer'. Otra cosa es el efecto de estas campañas, algo que no voy a poner en duda, porque para bien o para mal hemos acabado hablando de ellas, pero... ¿de las campañas o del producto?
Pero sin duda, uno de los ejemplos más interesantes para analizar con el que me he topado recientemente, sobre la aspiración del narcisismo a trascender es, sin duda, la campaña Dressember.
Vamos por partes, aun a sabiendas que meter el dedo en las tripas de estas campañas, pretendidamente activistas y solidarias (que no lo dudo), me exponen a recibir una buena soflama de palos.
Dressember, a parte de mostrarse con un inteligente y bien concebido naming (dress + december = vestido + diciembre) y de plantear un eslogan no menos atractivo '¿Puede un vestido cambiar el mundo?' es una campaña que, como podéis ver en su página web www.dressember.org, aspira a concienciar y combatir los abusos y la explotación sexual de las mujeres con una particular propuesta para quiénes quieran participar, la de mostrarse a través de las redes, esencialmente Instagram, con tantos vestidos como días tiene el mes de diciembre, a raíz de un vestido por día hasta llegar a los 31. En paralelo a esta acción, los usuarios pueden seguir a través de las redes a las/los participantes y contribuir con donaciones económicas que en el caso de la campaña de 2016 (en el momento en el que escribo este post van por la 4ª edición anual finalizada) alcanzaron un total, según datos de la propia organización, de 1.500.000 dólares (1.270.000 €) cantidad nada despreciable, pero que resulta un tanto floja, teniendo en cuenta de que se trata de una campaña viral a lo largo de 5 continentes, potenciada por muchos de estos famosos influencers. Sin irnos muy lejos, La Marató anual de TV3, ese mismo mes, destinada a recaudar fondos para la lucha contra el ictus, llegó a recaudar 8.490.607 €, dentro de un contexto geográfico mucho más limitado (Cataluña) si lo comparamos con el de Dressember, y otra famosa campaña viral solidaria, no exenta tampoco de controversia en su momento, el Ice Bucket Challenge de 2014, llegó a recaudar en todo el mundo unos 100.000.000 de dólares para la lucha contra el ELA.
Cifras e intenciones a parte (quién quiera saber más que entre en la web), Dressember se presenta como una iniciativa que, a través de la moda (sí, sí, la moda) aspira a defender y dar visibilidad a las mujeres que sufren abusos y explotación sexual en el mundo por el hecho de ser mujeres, precisamente mostrando a otras mujeres (también participan hombres pero en menor medida) 'libres' de estas lacras de la humanidad, escenificando esa libertad mediante el derecho a vestirse como les dé la gana. Algo así como mostrarle a alguien que tiene un problema (gravísimo en este caso) que somos conscientes de su problema, precisamente, mostrándole que no tenemos ese problema, o al menos, no llega a la magnitud de su situación…
Vamos a ver. Imaginemos que como participantes en la campaña Dressember, un día nos toca tener un cara a cara con una víctima real de abusos sexuales, explotación, trata de blancas o cualquier tipo de vejación por el hecho de ser mujer o reivindicar su femineidad y le tenéis que explicar, que vuestra contribución a la causa, vuestra lucha, consiste en lucir en Instagram un vestido diario durante 31 días y el que quiera que haga su donación. Imaginemos, yendo un paso más allá, que esto se lo tenemos que hacer entender a una víctima de esclavitud sexual de Benin, Gabón, Gambia o Costa de Marfil, que aquí en España, o en cualquier otro país desarrollado, como buenos activistas del 'primer mundo', lucimos 1 vestido al día durante 31 días, con estilazo instagramer, para concienciar al mundo sobre su situación…. ¿Qué creéis que pensaría? ¿Nos sorprendería que pudiera mostrar cierto grado de perplejidad?
Vamos a ver, y volviendo a nuestro 'primer mundo'. ¿Quién tiene 31 vestidos en su armario? Si mi mujer y yo sumáramos nuestras prendas de vestir adquiridas a lo largo de las últimas 4 temporadas (las mismas que ha culminado Dressember en la fecha en la que escribo este post) os aseguro que, ni de coña llegamos a 31 modelos diarios… ¡juntos! Algunos de los perfiles de Instagram participantes en la campaña que he podido examinar antes de escribir este artículo no solo es que disponen de esos 31 modelos diferentes al día, con sus respectivos accesorios (zapatos, cinturones…), es que te vas a buscar las fotos de su participación en ediciones anteriores y lucen otros tantos más con sus otros accesorios. ¿Alguien no ha pasado por alto que disponer de 31 vestidos, como si nada, podría considerarse una demostración clara del consumismo salvaje en el que estamos inmersos? O ¿se puede tener la conciencia tan tranquila como para obviar que esos 31 vestidos que nos hemos podido permitir, seguramente son fruto de otro tipo de explotación, como es la laboral, con niños y mujeres hacinados en talleres clandestinos, en condiciones deplorables, en países como Bangladesh, India o China…?
Vivimos en un mundo dónde la contradicción es dogma de fe incuestionable. Eduardo Galeano lo contó como nadie en su libro Patas Arriba: la escuela del mundo al revés, en 1998, cuando no existía ni Facebook ni Twitter ni Instagram. De esa condición humana no escapamos nadie. Yo mismo soy un ser contradictorio y mis acciones del día a día son muchas veces contradictorias. Pero las redes han asentado ese mundo patas arriba como nada lo ha hecho anteriormente, y en esas mismas redes encontramos legiones de defensores de la normalidad del hecho de vivir en un mundo patas arriba. El problema no es ser contradictorio. El problema es creer que nuestra contradicción no tiene consecuencias o, en mayor medida, el problema es que ni siquiera lleguemos a cuestionarnos nuestras propias contradicciones. Quizás campañas como Dressember intenten poner en práctica aquello de cambiar el sistema desde el propio sistema, y sí, es verdad que toda piedra hace pared, pero al final uno no puede evitar pensar que quizás campañas como Dressember es lo que el actual sistema, basado en un nuevo capitalismo tecnológico y un consumismo insaciable, necesita para hacer que nuestras conciencias duerman tranquilas y no se nos ocurra un día poner, de verdad, la silla con las patas tocando el suelo no sea que nos ralle el parqué hasta que éste salte y acabemos viendo la mierda que hay debajo.
El narcisismo reinventado que ha invadido nuestras redes sociales va mucho más allá de amar nuestro propio reflejo en un charco de agua para acabar escenificando la adoración de nuestra propia subjetividad como individuos. Es el combustible perfecto para el consumismo de hoy en día. Un consumismo, basado en el 'porqué yo lo valgo', 'porqué yo lo merezco', 'porque solo yo me quiero', que en el fondo nos duele (cuando nos paramos a recapacitar) pero que se redime cuando, por ejemplo, lo vestimos 31 veces en un mes de buenas intenciones y solidaridad y lo complementamos con un lenguaje propio del mundo de la publicidad y el marketing. Un lenguaje creado por los nuevos gurús de la comunicación, esos 'reputados' y 'reputadores' de las redes que surgen como setas en el bosque y que no tienen ningún reparo en vendernos su reflejo en el charco de agua, simplemente porque ellos mismos se lo han creído hasta el punto de enamorarse de él. Y en esa 'matrix' quizás no seamos libres de ser nosotros mismos, pero como dice la canción Amused to death de Roger Waters, nos divertiremos hasta morir, y, de vez en cuando, nos haremos un bonito selfie solidario (lo de poner la pasta ya veremos…) que nos recuerde que nosotros podemos divertirnos porque, bien seguro, otros no pueden hacerlo, lo acompañaremos con un texto lleno de obviedades y hashtags, lo subiremos a Instagram y, acto seguido, volveremos a la pista de baile con la conciencia reseteada.